El método de arrojar personas desde aviones y helicópteros lo
aplicaron las tres fuerzas armadas y varias fuerzas de seguridad,
incluso antes del golpe de Estado. El suboficial Luis Martínez declaró
en 1981 que grupos de tareas de Seguridad Federal interrogaban a los
secuestrados en el tercer piso de Azopardo 680 y luego recurrían a
vuelos nocturnos que despegaban desde un sector de aeroparque custodiado
por la Fuerza Aérea. “Estos hechos se remontan a 1975-1976 porque luego
comenzó a funcionar Club Atlético”, precisó. Tomás Francisco Toconas,
militante del PRT secuestrado el 26 de junio de 1975 en Monteros,
Tucumán, fue asesinado y arrojado desde un helicóptero, y terminó
enterrado como NN en el cementerio de Pozo Hondo, Santiago del Estero.
El coronel Albino Zimmermann, jefe de policía de Antonio Bussi, llegó a
jactarse en reuniones familiares de haber tirado a guerrilleros desde
helicópteros a los montes tucumanos.
Poco después del golpe de Estado comenzaron aparecer cuerpos en las
playas. A fines de abril de 1976, el océano devolvió seis cadáveres en
un balneario de Rocha, Uruguay. El séptimo apareció el 1º de mayo, 150
kilómetros al norte, y fue identificado hace apenas dos meses: es Luis
Guillermo Vega Ceballos, chileno, militante del PRT, secuestrado en La
Boca el 9 de abril. Con ese dato se rastrearon las huellas dactilares de
militantes caídos junto con Vega Ceballos, un perito de Prefectura
viajó a Rocha y del cotejo con las huellas tomadas al primer grupo se
identificó a Nelson Valentín Cabello Pérez, también chileno. No se
conocen testigos de sus cautiverios y se ignora dónde estuvieron.
A mediados de mayo de 1976, siempre en Uruguay, aparecieron los
cuerpos atados y torturados de María Rosa Mora y Floreal Avellaneda,
secuestrados un mes antes en Vicente López. Las huellas dactilares de
Mora y el tatuaje con las iniciales de Floreal permitieron
identificarlos. El joven de 15 años fue visto en cautiverio en Campo de
Mayo. Días después aparecieron tres cuerpos en Colonia. Uno fue
identificado este año: se trata de Roque Orlando Montenegro, que había
sido secuestrado en febrero junto a su mujer, quien continúa
desaparecida, y a su hija. Aquella niña, Victoria Montenegro, fue robada
y criada con una identidad falsa por el coronel Herman Tetzlaff,
oficial de Inteligencia destinado en Campo de Mayo.

Ex jerarcas del que fuera el mayor centro clandestino del país
fueron condenados por el caso Avellaneda, entre otros. Los ex miembros
del Batallón de Aviación 601, de Campo de Mayo, en cambio, siguen
impunes. La investigación judicial se activó el año pasado con la
llegada de la jueza federal Alicia Vence, que les tomó declaración a
casi 400 conscriptos. Varios recordaron haber visto hombres y mujeres
con vendas y capuchas a quienes descargaban de camiones y subían a
helicópteros y aviones con destino desconocido. Del resto de los cuerpos
aparecidos en costas uruguayas en 1976, el único identificado fue
Horacio Adolfo Abeledo, estudiante de Antropología y militante del PRT.
Abeledo fue secuestrado el 21 de julio y su cadáver, junto a otros tres,
apareció en Colonia en septiembre. Su identidad se conoció el año
pasado y se ignora dónde estuvo en cautiverio.
En marzo de 1977, antes de caer acribillado, Walsh denunció en su
Carta Abierta a la Junta Militar que “entre 1500 y 3000 personas han
sido masacradas en secreto”, sugirió que los cuerpos aparecidos en
Uruguay eran parte “del cargamento de torturados hasta la muerte en la
ESMA” y apuntó que se arrojaban “prisioneros al mar desde los
transportes de la Primera Brigada Aérea” de El Palomar. Los testimonios
de 33 conscriptos le permitieron al fiscal Federico Delgado confirmar el
dato: hubo vuelos de la muerte que partieron de El Palomar y se
hicieron desde aviones Hércules C-130 y Fokker F-27. El juez Daniel
Rafecas hizo suyas las conclusiones de la investigación, que incluyó más
de 600 testimonios de colimbas y empleados civiles, pero ni el jefe de
la base está imputado por ese delito. El motivo: no hay víctimas
identificadas.
En junio y julio de 1977 se produjeron los dos vuelos que confesó el
ex capitán Adolfo Scilingo, el único represor que admitió públicamente
su participación. El primero fue en un avión Skyvan de Prefectura, el
segundo en un Electra de la Armada, y ambos partieron desde Aeroparque.
Por esas treinta ejecuciones, el marino fue condenado en España, donde
purga una pena de 1084 años de prisión. El civil Gonzalo Torres de
Tolosa y el capitán Carlos Daviou, mencionados por Scilingo como
partícipes de los vuelos, integran la lista de 68 acusados del
megajuicio que comenzó la semana pasada. A 18 años de la confesión,
ningún miembro de la estructura de conducción de la aviación naval o de
Prefectura, partícipes de la asociación ilícita que además trasladó por
todo el país a personas privadas ilegalmente de su libertad, fue
indagado por su aporte de aviones y hombres al terrorismo de Estado.
A fines de 1977 aparecieron en costas de San Bernardo y Santa Teresita los cuerpos de varios familiares de desaparecidos secuestrados en la Iglesia de la Santa Cruz, el 12 de diciembre. El EAAF identificó a
la monja francesa Léonie Duquet, a Angela Aguad y a tres de las
fundadoras de Madres de Plaza de Mayo. Una investigación de la
Procuración General de la Nación, a partir de las planillas de vuelos
que Prefectura le entregó al fiscal Miguel Angel Osorio, permitió el año
pasado dar por primera vez con el registro de un vuelo de la muerte: el
Skyvan PA-51 despegó de Aeroparque el 14 de diciembre de 1977 a las
21.30, dos horas después de que las monjas francesas fueran obligadas a
fotografiarse con una foto de Montoneros detrás para desviar las miradas
que se posaban sobre la Armada. El avión voló tres horas y diez
minutos, sin pasajeros, y volvió al punto de partida. De las 2758
planillas aportadas por Prefectura, es la única que tiene por objetivo
la “navegación nocturna”. Tres de los cuatro tripulantes rinden cuentas
ante el TOF Nº 5: son los pilotos Enrique De Saint George, Mario Arru y
Alejandro D’Agostino. El cuarto era el mecánico David Fernández, ya
fallecido. Los superiores de los acusados, incluido el prefecto
Hilario Fariña (foto), ex jefe del Departamento de Aviación de Prefectura, entrevistado por Página/12 el año pasado, todavía no fueron citados a indagatoria.

El 18 de febrero de 1978 apareció en Las Toninas el cuerpo de
Roberto Arancibia, ex miembro del comité central del PRT y fundador del
ERP. Había sido secuestrado en mayo de 1977 y fue visto en cautiverio en
Campo de Mayo. En diciembre de 1978, el mar arrojó en playas
bonaerenses los cadáveres de los últimos cautivos del Olimpo, de los
cuales nueve fueron identificados. La semana pasada, el juez Rafecas
procesó como partícipes necesarios de los homicidios a los represores
que los tuvieron en su poder hasta el momento del “traslado”. La
principal pista sobre los ejecutores directos la aportó en 1995 el ex
gendarme Federico Talavera, ex guardia del Olimpo, quien admitió que
cada veinte días y hasta que se cerró ese centro clandestino,
transportaba a secuestrados adormecidos en un camión Mercedes-Benz rumbo
a la base de El Palomar, donde los cargaban en un Hércules de la Fuerza
Aérea. Dispuesto a hablar en televisión en los viejos tiempos de
impunidad menemista, ahora el paradero de Talavera es para la Justicia
un misterio.
diemar75@gmail.com
Pilotos y mecánicos reconocieron su participación
Secretos y confesiones
Algunos fanfarronearon y provocaron el horror de
sus oyentes. Otros hicieron alarde ante medios de
comunicación. Ante la Justicia trataron de negarlo.
Por D.M.
Los vuelos de la muerte comenzaron a utilizarse incluso antes del golpe de Estado de 1976.
Tres confesiones en ámbitos privados, relatadas bajo
juramento por testigos directos, llevaron a otros tantos marinos al
banquillo de los acusados por su participación en vuelos de la muerte.
Emir Sisul Hess y Rubén Ricardo Ormello hablaron ante compañeros de
trabajo cuando todavía regían las leyes de impunidad. A Julio Alberto
Poch le jugó una mala pasada la canilla libre en un restaurante de la
Isla de Bali, en Indonesia, y una conversación sobre el papá de la
princesa Máxima, Jorge Zorreguieta, ex secretario de Agricultura de la
dictadura. Tanto el juez federal Sergio Torres como la Cámara Federal
porteña privilegiaron el valor de las confesiones frente a la deliberada
destrucción de pruebas por parte la Armada. La última palabra la tendrá
el Tribunal Oral Federal N° 5.
Ormello era en 1976 cabo segundo de la Armada y prestaba servicios
en el área militar de la base de Ezeiza.
Su confesión la relataron ante Página/12 y luego ante el juez sus ex compañeros de Aerolíneas
Argentinas, empresa a la que ingresó durante la dictadura. “Contaba que
colocaban un DC3 en la plataforma y llegaba un colectivo. Se los bajaba
‘medio en bolas y como en pedo’, con los ojos tapados. ‘Los sentábamos
en el portón y el tordo les daba un jeringazo de Pentonaval. Los
apilábamos y cuando ya estaban listos salíamos a volar. Cuando nos
avisaban empezábamos a arrastrarlos y los tirábamos por el portón’,
contaba Ormello”, según reconstruyó un operario.
Hess integró en 1976 y 1977 la Escuadrilla Aeronaval de
Helicópteros, con asiento natural en la base aeronaval Comandante
Espora, Bahía Blanca, denunciada desde 1984 por el cabo Raúl Vilariño
como una cobertura de represores de la ESMA. Aviador naval y
paracaidista, Hess se retiró en 1991 y pasó a gerenciar un complejo
turístico en Villa La Angostura, donde ocurrieron sus confesiones.
“Contaba en tono burlón cómo las personas pedían por favor y lloraban”,
declaró uno de sus empleados. “Dijo que las arrojaban al Río de la Plata
y que él era piloto. Nombró como compañero a (Ricardo Miguel) Cavallo.
Decía que los vuelos salían de Palomar o Morón, que les ponían una bolsa
en la cabeza, los subían a aviones y los trasladaban hasta que eran
arrojados”, contó. Cuando el juez Juan José Galeano comenzó a investigar
se topó con un segundo testigo. “Hablaba con bronca y resentimiento.
Tenía necesidad de hablar, un tipo íntimamente trastornado”, recordó.
–¿No sentía lástima por esa gente? –dijo que le preguntó.
–No, no sufrían. Los llevaban dopados y los tiraban al río
–respondió Hess–. Eran tipos muy pesados. Esos boludos no sabían a dónde
iban a parar: al Tigre, al Riachuelo o al Río Paraná. Iban cayendo como
hormiguitas.
Los testigos de la confesión de Poch, desmenuzada en los procesamientos, son pilotos de la aerolínea holandesa Transavia.
–¡Qué espantoso que hayas tenido que hacer eso! –reaccionó Tim Weert cuando Poch relató los vuelos en primera persona, en 2003.

–Ustedes no saben nada. Tienen que comprender que era una guerra, donde muere gente de ambos bandos –dijo el marino.
–Por Dios, ¿cómo pudiste colaborar en eso? –insistió Weert.
–Eran terroristas de izquierda. No merecían nada mejor.
–¿Por qué no devolvieron los cuerpos a sus seres queridos, a esas Madres de las pancartas?
–Deberían haber sabido que sus hijos eran terroristas. Deberíamos haberlos matado a todos –afirmó Poch.
–Es un modo inhumano de matar gente.
–Estaban drogados –justificó.
Cuando Edwin Brouwer preguntó cómo lo había hecho “Julio estrechó su
mano derecha horizontalmente hacia adelante e hizo un movimiento
rotatorio”, recordó. “El costado derecho de su mano se inclinó un poco
hacia abajo. Aún se lo veo hacer”, contó a la Justicia. “Julio fue muy
auténtico y hasta hoy creo su historia”, dijo Weert. “Hay personas que
saben más y no se atreven a comparecer”, agregó.
Cuando la Cámara Federal marcó la necesidad de reforzar la prueba,
el juez Torres cursó cuestionarios para una docena de testigos en
Holanda. De los ocho preparados por Gerardo Ibáñez, abogado de Poch,
siete no habían estado en el restaurante donde ocurrió la confesión y el
octavo no presenció el diálogo. De los mails de Frederik van Heukelom
surgió que había recibido indicaciones sobre qué declarar y consejos
para borrar los correos con la estrategia de salvataje. Lo peor para
Poch no fue que Weert y Brouwer ratificaran sus relatos sino la
aparición de un tercer testigo, que estaba volando y no había podido
declarar cuando Torres tomó declaraciones en 2009. Chris Duijker
confirmó la confesión y contó que el hijo de Poch, también piloto de
Transavia, le pidió que dijera que su padre no había hablado en primera
persona del singular sino como “nosotros”, por los marinos. Duijker se
negó y declaró la verdad.
El Delta, “el lugar perfecto”
Por D.M.

Un pibe de Villa Paranacito, en Islas de Ibicuy,
Entre Ríos, se sienta en el muelle familiar sobre el río Paraná para
sintonizar una FM con su Tonomac súper platino. El ruido del agua que
golpea contra la costa se interrumpe con el sonido grave de las aspas de
un helicóptero, que se posa a diez metros de altura, cerca de la
desembocadura del desaguadero del Sauce. De repente, golpes: algo cae al
río. Más tarde, en un recodo, en una rama, aparecen cuerpos atados de
pies y manos. Luego Prefectura Zona Delta, la misma que alojó al
prefecto Héctor Febres hasta que el cianuro lo silenció para siempre, se
encarga de desaparecerlos. “‘Estaba en política’ (mala palabra), decían
cuando preguntábamos. Esto por lo frecuente, aunque sea una aberración
injustificable, era considerado normal.” La historia transcurrió durante
la dictadura. El relato y la cita se publicaron en 2007 en la revista
La Isla del Delta, que se edita en Campana. El protagonista, testigo de
la imagen que Charly García propuso recrear para homenajear a las
víctimas de los vuelos, amplió su testimonio ante el periodista
entrerriano Fabián Magnotta, que lo acaba de publicar en el libro El
lugar perfecto. Vuelos de la muerte y desaparecidos en el delta
entrerriano (1976-1980), de Ediciones Cinco.
Magnotta inició su investigación en 2003, cuando un policía que en
los ’80 había prestado servicios en Villa Paranacito se presentó ante el
juez de instrucción de Gualeguaychú para relatar una historia que le
había contado una ex novia. Cuando era niña, recordó, fue testigo del
entierro de un hombre joven que había sido arrojado desde el aire
adentro de un tambor de 200 litros. “Me contó que ese día todos
entendieron qué era lo que había en esos tanques que se veían caer desde
helicópteros”, declaró. El juez Eduardo García Jurado ubicó a la mujer,
que no se presentó ante la citación. Cuando un móvil policial la
trasladó al juzgado, negó el relato. Durante el careo con su ex novio,
temblando, volvió a negarlo. “Tienen que entender la idiosincrasia del
isleño”, explica ante Página/12 Carlos Ferreyra, el pibe de la Tonomac
que tardó tres décadas en contar sus recuerdos. “El isleño se mimetiza
con el paisaje, es un observador silencioso, no habla”, dice. “Los
habitantes del delta tienen miedo hasta hoy”, agrega.
Magnotta recorrió el delta durante años, volvió una y otra vez para
ganarse la confianza de los lugareños y recoger testimonios de primera
mano. La hipótesis que desarrolla en su libro es que el delta
entrerriano, miles de héctareas de ríos pero también montes, esteros y
bañados a los que sólo se accede de a pie, fue el lugar elegido por las
Fuerzas Armadas para concluir el ciclo
secuestro/interrogatorio/ejecución/desaparición. A partir de los
testimonios de lancheros, jornaleros y pescadores, armó un mapa de los
lugares donde se encontraron cuerpos o se los vio caer al vacío. Hay
menos de cien kilómetros de Buenos Aires, apenas 15 o 20 minutos de
avión, apuntó, y destacó la reiterada respuesta de Prefectura cada vez
que algún vecino decidió anoticiarla: “usted no vio nada”.