Durante seis años, Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo investigaron y realizaron entrevistas a sobrevivientes para reconstruir cómo funcionaba el centro clandestino asentado en Córdoba y los horrores que sufrieron las víctimas.
Por Diego
Martínez
La Perla
fue el mayor centro clandestino del interior del país. La Perla. Historia y
testimonios de un campo de concentración es tal vez uno de los intentos más
fructíferos por narrar lo inenarrable. Los periodistas Ana Mariani y Alejo
Gómez Jacobo hurgaron durante seis años en testimonios de sobrevivientes,
hicieron entrevistas, procesaron archivos y contaron en 478 páginas, con un
nivel de detalle poco común, la experiencia que sobrevivientes y especialistas
coinciden en calificar de intransferible.
–Pertenecen
a generaciones distintas: la de los desaparecidos y la de los hijos. ¿Cómo fue
la decisión y la experiencia de armar el libro juntos?
Ana
Mariani: –La
idea de escribir sobre ese siniestro lugar y las consecuencias que todavía hoy
se padecen surgió a instancias del periodista Sergio Carreras, quien señaló la
carencia de investigaciones periodísticas sobre la historia reciente de Córdoba
realizadas en Córdoba. Pero con Carreras coincidimos en que necesitaba a
alguien que me acompañara en el arduo trabajo que significaba esta
investigación. Así fue como afortunadamente se cruzó en mi camino Alejo, que
tenía 25 años y unos deseos enormes de trabajar a la par mía. Cada día que
pasaba me iba dando cuenta de que el pertenecer a dos generaciones era
provechoso. Alejo no había nacido cuando el golpe de Estado de 1976 y podía
tener esa mirada desprovista de prejuicios, imprescindible para la finalidad de
la investigación.
Alejo
Gómez Jacobo: –La
decisión y la experiencia fueron de la mano: en lo personal sabía que no sólo
era una posibilidad única de trabajar con alguien de la trayectoria de Ana, lo
que significaría una madurez profesional, sino el desafío generacional de hacer
frente a una temática que poco se toca y mucho se oculta entre los jóvenes,
casi siempre por desconocimiento y otro tanto por temor. Fue un camino largo y
con muchas dificultades, pero seguimos adelante en equipo: cuando uno dudaba,
el otro empujaba. Cada uno aportó desde su lugar y el complemento fue más
fructífero de lo que esperábamos. El resultado es un libro que arroja una
mirada distinta, porque no sólo es un material documental, sino que conlleva un
intento de sanación del vacío que quedó entre aquella generación tan golpeada y
la que creció con la certeza de la democracia.
–El libro
arranca contando la construcción del edificio como compensación al Ejército por
una cesión de terrenos. ¿Fue pensado como campo de concentración?
A.G.J.: –Poco se sabe sobre las
intenciones iniciales del Ejército. Sin embargo, se pueden ir reconstruyendo
fragmentos con voces y fechas que permiten inferir que La Perla fue construida,
entre otras cosas, con el propósito del exterminio. Para 1975, Menéndez asumía
en el Tercer Cuerpo y los mandos castrenses ya habían decidido que Isabel tenía
las horas contadas. El predio donde se ubica La Perla es, lamentablemente, el
lugar justo para la “solución final” implementada: a 12 kilómetros de la ciudad
de Córdoba, alejado de toda civilización y en pleno terreno del Ejército. Es
decir que nadie podía ayudar a los secuestrados, a merced de la voluntad
absoluta y mesiánica de sus captores.
–Cuentan
que en 1977 hubo madres que llegaron al alambrado de La Perla a preguntar por
sus hijos, que en 1976 hubo testigos de fusilamientos, y arriesgan que Córdoba
fue de los lugares donde se supo sobre el terrorismo de Estado desde el primer
momento. ¿A qué lo adjudican? ¿Y cuál fue el nivel de conocimiento del grueso
de la sociedad cordobesa en esos años?
A.G.J.: –Córdoba es históricamente una
de las provincias más politizadas del país, y no fue casual que las Fuerzas
Armadas hayan concentrado el núcleo de la represión en el eje Córdoba-Santa
Fe-Buenos Aires. La fortaleza de fábricas y gremios hicieron de Córdoba un foco
para las reivindicaciones sociales y, por ende, un objetivo negro para el
Ejército. Es decir que en Córdoba siempre hubo conciencia plena del momento
histórico y político que se vivía. De todas maneras, el conocimiento sobre lo
que ocurrió después, ya con la Junta en el poder, es materia de discusión: hay
quienes dicen que se sabía, pero no se podía hacer nada frente a semejante
aparato; otros que nada se sabía; y muchos apuntan que era imposible no saber,
pero que la sociedad prefirió mirar hacia otro lado y luego fingir un supuesto
desconocimiento para lavar sus culpas. Como sea, y más allá de la valentía de
las Madres o de algunos testigos ocasionales de fusilamientos, la sociedad
cordobesa, igual que el resto del país, estaba paralizada por la maquinaria de
terror que el Ejército ejecutó a la perfección.
A.M.: –Si bien en un primer momento
se podía ignorar la existencia de La Perla como campo de concentración, algunos
sobrevivientes relatan que cuando pasaban por el lugar, comentaban: “Si nos
traen acá, no salimos con vida”. Además, los operativos para los secuestros eran
tan ostentosos que la gente no podía ignorar lo que estaba sucediendo. Pero el
miedo, como dice Alejo, fue una de las armas de quienes tomaron el poder, y los
militares sabían muy bien que la sociedad estaba indefensa ante esa maquinaria
de terror. Lo que sí es alarmante es que en la actualidad todavía pueda haber
personas que nieguen esa negra historia reciente.
–Las
mujeres sufrieron una violencia doble: tortura y violencia sexual, explican, y
cuentan la exposición de mujeres desnudas y vendadas ante la tropa. ¿Cuánto se
logró avanzar en Córdoba respecto de la violencia de género como delito
específico? ¿Qué receptividad tuvo el Poder Judicial?
A.M.: –El grado de humillación que
sufrieron todos los secuestrados y desaparecidos, sin excepción, es inenarrable.
Pero en el caso de las mujeres, los abusos y la violencia sexual fueron una
constante. Que se las expusiera desnudas ante la mirada de cantidad de gente es
terrible, humillante y violento. Los testimonios en este aspecto son muy
fuertes, como estar atadas de pies y manos al elástico de la cama en la sala de
torturas, desnudas y rodeadas de los represores que se reían y burlaban
mientras las sometían a los tormentos más grandes. Una de las sobrevivientes
nos relató que la humillación es tan terrible como la tortura. Este tipo de
prácticas aberrantes buscaba la destrucción psíquica y la afectación de la
dignidad de las personas. Hace bastante tiempo que se viene trabajando en ese
sentido y se está instruyendo una causa sobre estos delitos que se podría elevar
a juicio.
Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo. Foto Bibiana Fulchieri. |
–Una
sobreviviente cuenta que la primera trompada en cautiverio en el D2 se la dio
la Cuca Antón, una mujer policía que todos temían, y que “por suerte” no estaba
la Tía Pereyra, que interrogaba e “instruía a todos”. ¿Son casos aislados o hubo
otras mujeres que participaron de la represión ilegal? Y a Ana, como mujer,
¿qué lectura hace del rol de esas mujeres?
A.M.: –Antes que nada quiero aclarar
que Mirta Graciela Antón, alias “la Cuca”, está cumpliendo una condena de siete
años en la cárcel de Bouwer, desde julio de 2009, por la causa UP1, y ahora
está nuevamente imputada en la megacausa La Perla. Esta mujer fue central
dentro de la estructura represiva del Departamento de Informaciones de la
Policía de Córdoba, al igual que la conocida como la Tía Pereyra, muerta ya,
que de acuerdo con testimonios era terrible a la hora de torturar. De allí que
esa sobreviviente nos relató que “por suerte” estaba de vacaciones la Tía,
porque la tortura hubiera sido más feroz aún. Personalmente creo que el mal, el
sadismo (como pellizcar los pezones, en lo que se dice era una “especialidad”
de Graciela Antón), corresponde a cuestiones del género humano. Pero considero
que es una discusión que supera esta entrevista.
–Una
historia atípica es la del hijo del comandante de Gendarmería al que obligaban
a integrar el grupo de tareas a sus 16 años, y que ya adulto termina aportando
información a la Justicia y a ustedes. ¿Cómo fue el quiebre de ese hombre, que
admite haberse criado en una familia nazi?
A.M.: –Además de ser atípica, es la
primera vez que el hijo de un represor de Córdoba da testimonio para un libro.
Su padre es uno de los imputados en la megacausa y, de acuerdo con lo que nos
relató, lo obligó desde que tenía 15 años a destruir documentos, libretas de estudiantes
y libros que levantaban en las casas, y a participar de los secuestros. A los
17 años comenzó a sufrir un estado de paroxismo por todo lo que había visto,
hecho y vivido. Se despertaba con convulsiones y ataques de pánico, y todavía
hoy no logra dormir una noche entera. Guardó un secreto durante 36 años y no
deja de sorprender que se haya animado a contarlo. Cuando le preguntamos el
porqué de su necesidad de contarlo ahora, su respuesta fue que comenzó a
repudiar dentro de él lo que había hecho, es decir lo que le había obligado a
hacer su padre. No podía más con sus recuerdos y al saber que estábamos
investigando para un libro sobre un campo de concentración, después de ir a la
Justicia, recurrió a nosotros. Pensamos, entre otras cosas, que el sentimiento
de culpa fue el disparador de su decisión.
–Los
guardias de La Perla, igual que en Campo de Mayo, eran gendarmes, que entre
otras tareas buscaban a los secuestrados para llevarlos “al pozo” o a la
muerte. Un sobreviviente cuenta que eran norteños, humildes y que algunos
sufrían. ¿Están identificados? ¿Alguno colaboró con la Justicia?
A.G.J.: –La mayoría no están
identificados y muchos se alejaron por completo para evitar correr el riesgo de
quedar involucrados en la matanza. Hubo sin embargo unas pocas voces de
gendarmes que se atrevieron a denunciar y cuyos testimonios fueron lapidarios,
sobre todo en el primer juicio, en 2008. Tal vez el más importante fue el de un
gendarme de apellido Beltrán, que relató una ocasión en que Luis Manzanelli,
uno de los represores más temibles, fusiló a una pareja indefensa en un predio
del Tercer Cuerpo. Beltrán fue amenazado y expulsado de Gendarmería por negarse
a participar en el fusilamiento, y más de tres décadas después contó esta
situación en el juicio, ante la mirada fija de Manzanelli en el banquillo de
los acusados. El gendarme demostró una dignidad íntegra que le costó su trabajo
y su carrera.
–Uno de
los torturadores más brutales, el sargento Tejada, alias “Texas”, sacaba cartas
de secuestrados a familiares y a la vez les llevaba fotos de los hijos. ¿Tiene
explicación ese comportamiento?
A.G.J.: –La explicación podría
encontrarse en dos aspectos que caracterizaron a la mayoría de los represores
de La Perla: su mesianismo y sus contradicciones internas, que se fueron
agudizando a medida que entraron en contacto con los secuestrados a los que
debían fusilar. En el caso de Texas, influyeron muchas cosas: su manejo de un
poder absoluto que le permitía llevar a cabo acciones inexplicables, como
llevar cartas a los hijos de una pareja que acababa de torturar; su
resentimiento hacia sus jefes, dado que tenía un origen humilde y según ex
prisioneros se sentía excluido de los mandos superiores; y sus contradicciones,
que lo llevaron a confesarle a una sobreviviente que a veces dudaba de si
estaba bien lo que hacía en La Perla, es decir torturar. Pero no hay que dejar
de tener en cuenta que había sido formado en la Escuela de las Américas en
Panamá y fue uno de los torturadores más temibles.
–Varios
sobrevivientes cuentan que los represores hablaban de “pozos” y “traslados”, y
que llegaron a leer “disposición final” en algunas fichas. También que el
camión “iba y volvía en poco tiempo”, por lo que suponen fusilamientos y
entierros cerca de La Perla. ¿Cómo fue hasta ahora la búsqueda de desaparecidos
en Córdoba? ¿Hubo entierros cerca de ese campo?
A.M.: –El Equipo Argentino de
Antropología Forense (EAAF) está trabajando en la ciudad de Córdoba desde
febrero de 2003, cuando la Justicia federal ordenó la excavación y exhumación
en el cementerio San Vicente de restos de desaparecidos. Además están
realizando tareas en los predios de La Perla, ya que muchos sobrevivientes
coinciden en los tiempos cortos en que los camiones iban y volvían para los
“traslados”. Existe el testimonio de José Julián Solanille, un trabajador de
los campos aledaños a La Perla, que expresó, tanto en el Juicio a las Juntas
como en la actual megacausa, haber visto enterramientos clandestinos en la
zona; cuerpos arrojados desde un helicóptero, fusilamientos, enterramientos,
cuerpos hacinados en el fondo de un pozo de agua. En uno de los testimonios del
libro, una persona que quería conocer la suerte de unos amigos se reunió con un
militar que le dijo: “Estuvieron en La Perla. Pero si usted me pregunta dónde
están enterrados, no se lo puedo decir, porque hemos cambiado alambrados,
sacamos árboles, alteramos todo para que ni siquiera nosotros sepamos en qué
lugar están esas tumbas”. El EAAF, a pesar de la inmensidad de los predios de
La Perla, sigue trabajando en la búsqueda, ya que el clamor de los familiares
sigue siendo encontrar a sus seres queridos.
–El libro
cuenta con un nivel de detalle poco común los comportamientos más brutales de
militares que siguen vivos y seguramente tienen familiares y amigos. ¿Tienen
indicios sobre las reacciones en el entorno cercano de los represores a medida
que conocen sus comportamientos?
A.M.: –En el juicio que se está
realizando comenzamos a observar que en las últimas audiencias empiezan a
hacerse notar los familiares y amigos de los imputados. Detrás del vidrio que
separa a los militares, policías y civiles acusados, están algunos de ellos con
carteles con inscripciones y fotos de muertos por organizaciones armadas. Así
como hay familiares con fotos de sus desaparecidos, ellos van con esas
pancartas. En una de las audiencias, cuando una testigo relataba que un militar
la había manoseado de manera insistente, la esposa de ese imputado se sonreía y
negaba con la cabeza mientras la testigo hablaba. La misma actitud manifiesta
cada vez que se relata que su marido era uno de los que torturaba.
–Muchos
sobrevivientes califican de “experiencia intransferible” la del campo de
concentración. Ustedes trabajaron varios años para traducirla en palabras.
¿Sienten que lograron ese objetivo?
A.G.J.: –Trabajamos sin parar durante
seis años porque nos parecía imprescindible, además de una deuda histórica como
país, que se conociera la magnitud aniquiladora del mayor campo de concentración
del interior de la Argentina y sus consecuencias sociales, culturales y
generacionales, que todavía seguimos padeciendo. Ese era nuestro objetivo: un
aporte periodístico y documental para quienes lo sufrieron, para quienes no
vivieron esa etapa y para aquellos que niegan que eso haya ocurrido. Además, en
mi caso, implicaba volver a tender puentes entre mi generación y la que quedó
sepultada o herida en los ‘70. De todas maneras, nuestro objetivo no fue
transferir la experiencia del horror de cada sobreviviente porque, como ellos
dicen, es imposible. Nosotros les pedimos prestada su palabra para comunicarla,
pero la experiencia de sobrevivir a La Perla es única, personal y queda
encerrada en el cuerpo de quien la sufrió.
A.M.: –Sin ninguna duda, la de los
campos de concentración, como cualquier situación límite, es una experiencia
intransferible. Nosotros sólo fuimos intermediarios. El libro está basado en su
totalidad en testimonios porque creemos que sólo quien vivió el infierno puede
dar cuenta de él. Y entendiéndolo así, desde que comenzamos a recorrer este
doloroso camino, supimos que teníamos que estar por fuera del relato.
El rol de la Iglesia
La
Iglesia Católica aparece en distintos planos: la intimidad entre Menéndez y el
cardenal Primatesta, la monja testigo del secuestro que debe irse del país para
hacer una denuncia, la orden de monseñor Tortolo para que seminaristas
encarcelados no puedan leer la Biblia, el “profundo cristianismo” del represor
apodado “Monseñor” o “Juan XXIII”. ¿Cómo definirían el papel de la Iglesia ante
el terrorismo de Estado en Córdoba?
A.M.: –Durante el terrorismo de
Estado en Córdoba, la Iglesia le cerró las puertas a la mayoría de los
familiares que recurría a pedir por sus seres queridos. Además, como relatamos
en el capítulo “El Tercer Cuerpo y la Iglesia”, también se las cerraron al
sacerdote y a los cuatro seminaristas que cometieron el “pecado” de realizar
trabajos sociales en villas y con grupos de jóvenes, razón por la cual los
sometieron al macabro recorrido por distintos campos de concentración de
Córdoba. Y si hoy están con vida, es por la rápida actuación de esa monja
compañera de ellos que no fue secuestrada, porque ese día no estaba en la casa,
y se movilizó rápidamente. Cuando se pudo escapar y llegar a Estados Unidos
(ella era norteamericana), luchó hasta presentar un informe sobre la situación
en la Argentina en el Senado, que resultó en una gran presión internacional
sobre el régimen dictatorial. Habría que agregar que además de la estrecha
relación entre el entonces arzobispo de Córdoba, Raúl Primatesta, y Luciano
Benjamín Menéndez, también existían estrechos lazos entre éstos y algunos
políticos, empresarios y funcionarios de la Justicia. Está comprobado que hubo
múltiples complicidades. Además, lo que narran los sobrevivientes en el libro
se va corroborando con los testimonios que escuchamos diariamente en el juicio
más grande que se ha llevado a cabo en Córdoba, con 43 imputados y 16 causas,
con algunas acumuladas, por hechos cometidos de 1975 a 1978, que se ha dado en
llamar “megacausa La Perla”.
–Una
sobreviviente cuenta que en el D2 escuchaba las misas de Primatesta en la
Catedral y que los represores iban a misa y volvían a torturarlos. ¿Cuál fue el
rol de los capellanes en Córdoba? ¿Dónde recibían “auxilio espiritual” los
torturadores de La Perla?
A.G.J.: –Algunos capellanes –porque no
se puede decir que fueron todos– colaboraron por convencimiento o conveniencia
con el proyecto aniquilador de la Junta Militar, y Córdoba no fue la excepción.
Es decir que fueron partícipes en tanto bendecían la conciencia de los
torturadores y negaban información, pese a las súplicas de los padres de
desaparecidos. Córdoba es una provincia donde la Iglesia pisa fuerte y ello
quedó demostrado en los vínculos de poder entre la cúpula eclesiástica y el
mismo Menéndez. Como un pilar más de la represión, el rol de muchos capellanes
fue el de dar el visto bueno a la matanza en nombre de Dios y en aras de salvar
al país de una supuesta amenaza comunista. Uno de los represores de La Perla
les contó a sobrevivientes que tenía un cura amigo que bendecía sus acciones y
con el que se confesaba para “depurar” cualquier culpa por lo que estaba
haciendo.