Por Diego Martínez
Trabajé para Horacio casi diez años. Pese a su nula vocación pedagógica, fue la mejor escuela de periodismo que conocí. Me han preguntado con tono de misterio por sus métodos y “equipos”. Cafetera express, sí. Mate y termo de vez en cuando. Asistente para tareas menores, trabajos de hormiga, filtro de pesados. Buenos amigos, por supuesto.
El método puede ser frustrante. Trabajar hasta el cansancio. Leer todo. Desmenuzar la letra chica. Procesar la información. Barrer la hojarasca. Guardar la esencia, el color mínimo. Fichar datos duros. Alimentar el archivo cada día. No depender de buscadores. Profundizar con los mejores (nulo trato con periodistas). Estudiar a fondo. Publicar la punta del iceberg. Pulir el texto en patas, con Coltrane o Ellington. Mechar guiños para mostrar que lo arduo no quita lo placentero.
Maestro de selección de blancos, sabe estar siempre en el lugar indicado. ANCLA y el primer informe de la ESMA durante el terrorismo de Estado. Ezeiza para recordar cómo empezó todo. Las crónicas del juicio a los ex comandantes (joya que nunca se editó como libro) para hacer oír a las víctimas. Civiles y Militares para entender la degradación de Alfonsín. Robo para la Corona y Hacer la Corte para desnudar al menenemato. Pernías, Rolón y los vuelos del capitán Scilingo para quebrar la impunidad. Las miserias del cardenal para ahorrarnos la desgracia de un papa argentino. Y cuando el kirchnerismo permitió algo de relajamiento, cayó en desgracia la santa madre: procesó los archivos de la Conferencia Episcopal y dejó una obra de consulta obligada por el resto de los días.
Perro raro, con sesenta largos escribe cada año más que el anterior. Impone agenda. Fabrica trincheras. Ladra, muerde y no larga a los salvajes, gruñe y muestra los dientes para disuadir a enemigos menores. Cierra la puerta, sonríe y guiña el ojo. Sin dudas, el mejor de todos.
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